"Al final del viaje está el horizonte. Al final del viaje partiremos de nuevo. Al final del viaje comienza un camino, otro buen camino que seguir descalzos".

-Silvio Rodríguez-

miércoles, 2 de octubre de 2013

POSTALES: ESCRIBIR LA PALABRA "FIN"

La luz entra arrogante por la ventana. Son las siete y media de la mañana. Es domingo. Y acabo de despertar ignorante de que quizá sea la única persona en la casa a quien no le duele la cabeza. 
Sus desperfectos son sus resacas -me digo- y la noche una excusa barata para festejar lo infestejable. Mi partida. 

Ocho y cuarenta y cinco. Sobre la cama no queda rastro alguno de los ojos chiquitos que hasta ayer me buscaban interrogantes en las mañanas. La tristeza ha reemplazado a la luna y es quien ahora mueve sus lágrimas. Resulta imposible postergar lo impostergable. Negar lo innegable. Ha acabado la cuenta atrás. Es tiempo de marcharse.

Soy una mujer nueva. Lo soy desde hace algunos meses, pero ha tenido que broncearme el sol del Ecuador para que pudiera darme cuenta de que mi nueva piel esconde algo más que lunares. 

Abandono la habitación y cierro la puerta enojada, maldiciendo a mi compañera de cuarto y a la madre que la parió. Dos mujeres masacradas por los valores patriarcales, por un esposo y un padre que las abandonó. Dos cuerpos tristes enemigos de la autonomía y la libertad femeninas. De ellas mismas.

Aún malhumorada y farfullando malos augurios para quien no me quiso el bien, me descubro sonriendo bruscamente al ver cómo, apoyada sobre mi equipaje y quizá por última vez, mascas un interrogante para mí y lo moldeas con tus premorales.

¿Que si he llegado a comprender lo que significa la vida aquí? La verdad es que pienso que sí, que he podido rozarla con la yema de mis dedos y llevármela a la boca. 

Ahora bien, creo que sigo siendo de ese tipo de personas que nunca ha sabido cómo despedirse. De esas personas incapaces de tomar una buena historia, agarrar su penúltima página y escribir la palabra "fin".

miércoles, 25 de septiembre de 2013

POSTALES: SEMANA MENOS UNO

¿Se puede extrañar algo antes de que se marche? ¿Antes incluso de haber vendido el pincel? ¿Aún cuando estás sintiendo en tu cuerpo los surcos de una tinta que sabes que jamás abandonará tu piel?

Es miércoles -una vez más- y Quito se ha despertado con esa luz en los ojos que me provoca besarla. Es una luz tan blanca, tan universal, que a una le da por pensar que algo tan bello no puede estar sucediendo. La muy perra sabe cómo darte un poco de arena y un poco de cal. Sabe cómo enamorarte.

Doña Mari se sonríe cuando me observa caminar. Ahora sí, sus ojos de india me comparten ternura. Ayer no vino a trabajar. Se retrasaron un par de días en pagarle su salario y no tuvo suficiente plata para coger los tres buses que le llevan de su casa al trabajo.

Me busca desde su oficina móvil y me va comentando sus tareas. He venido por los manteles. Les voy a colocar papel en el inodoro. Vive pendiente de que no le falte de nada a personas que cobran 7 veces su sueldo y no muestran ningún tipo de vergüenza por ello. 

Ella es de Loja. Pero no tiene a nadie allá . Estoy sola - me dice- es lindo que usted, señorita, tenga quien en España le aguarde. Ya no me ve como a una niña delicada. Ya no soy la europea con la que sentía reparo de conversar.

Una vez la escuché explicar, como quien comenta el clima del día, cómo había sido su vida. Mi madre era soltera. Quería lo mejor para mí, así que me mandó con un señor que le prometió que me daría educación y comida. Me tuvo como una esclava. Por suerte, ya de mayor, conocí a un profesor de universidad que me ayudó a escaparme y me trajo hasta Quito.

Tomo té mientras ella me señala que además coma algo. Sentada frente a la máquina de café comprendo que la semana menos uno ha llegado. Ésa para la que siempre te has creído preparada. Tres meses de autoengaño que hoy se traducen en  una cabeza que se niega a imaginarse cómo será el hacer la maleta y tomar un avión hacia Europa, mientras mis manos empacan sus regalos en el papel reciclado de una vieja revista.

Ha llegado el momento de marcharse un poco. De permanecer en parte. De doler. Y sí, les adelanto, han sido los mejores tres días.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

POSTALES: TU BRÚJULA Y YO

Se marchó. Y se ha llevado con ella el olor a limón regado por toda la mesa. Se marchó. Y ahora la recuerdo distinta, más serena que cuando compartíamos soledades.
Llegó nerviosa, creyéndose en una guerra. A ratos, altiva. A ratos, callada. Menguante. Yo solía golpearme con sus respuestas escuetas, la profundidad de sus lindos ojos negros que no alcanzaba a comprender hasta que una tarde fría aprendí a nadar por ellos.

Caminábamos por la 6 de Diciembre y sin prólogo o presentación previa a la prensa, comenzaste a describirme las heridas de tu cuerpo. En ese instante me hiciste saber que no era tu dolor, también era el mío, el de dos vidas separadas por un inmenso mar y sin embargo, golpeadas por la misma violencia.

En Ecuador, casi resulta tarea imposible toparse con alguien que no crea en dios. Por ello, aquella tarde entre sorbos de café, él me preguntó intrigado: "Y si no crees en Dios, ni en ninguna fuerza universal, en qué crees entonces?""En las personas", le contesté, y mentía o me equivocaba. 

He conocido a grandes mujeres. En muchas ocasiones ni lo sospechaba. Durante años he admirado sus formas, su brillantez, su independencia y arrojo. Las he creído de alguna manera seres individuales, protagonistas de una única historia, un camino no lo suficientemente empedrado como para tropezar en él y alargar la mirada para ver qué hay más allá de tanta vegetación tramposa.

Aceptar y enfrentar mi dolor personal ha sido lo que me ha permitido reconocerme en multitud de paisajes. Los Andes, la cocina, la violencia machista, el Mar Caribe, la calle, el abuso sexual, la selva, el prostíbulo, la estigmatización. Me ha entregado un traje que me evita el sentirme extranjera en ningún lugar, y me ha hecho el regalo de reconocerme en la mujer que toma en las noches y luego ahoga su pena bajo la cobija. En la que se paraliza ante el solo recuerdo del agresor. En la que vaga perdida buscando palabras para una respuesta que sólo encontrará en su interior.

¿Qué milagro o fuerza mayor puede haber que la que reside en las mujeres? Que a pesar de los golpes, avanzan, a pesar de los gritos, no ensordecen, y que aún habiéndoles robado la brújula, jamás se pierden. 

Por ello creo en las mujeres. Creo en ella. Creo en ti. Y tengo la certeza de que nada ni nadie va pararte en ese camino hacia la felicidad que tú bien mereces.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

POSTALES: LA LIBERTAD

Lo quieras o no, vas a sentirte una mujer en este lugar. Te vamos a adular, te vamos a comparar con otras mujeres y créeme, saldrás muy mal parada.
América Latina ha despertado muchas partes dormidas en mí. Me ha colocado frente al espejo que muchas veces olvido limpiar. El del final del pasillo. El de los otros. 

Me ha convertido en el centro de la diana. De sus miradas. De sus deseos. De sus chismes. Me ha gritado diariamente quién soy. De dónde vengo. Qué es lo que quiero. Qué es lo que no. Y no me ha permitido jamás caminar impasible por este teatro cuyo tiquete -afortunadamente- alguien me obligó a comprar hacia ya más de dos meses

El chisme sirve para desalentar a las personas a actuar de cierta manera. Observa mis gestos, mi vestimenta. Juega a ser el juez de mi existencia, de lo que tengo y de lo que debo merecer. 

El chisme es una forma de agresión indirecta utilizada cuando los costos de una agresión directa son demasiado altos. Me sonríe amablemente. Se despide, y antes de que cruce la puerta ya ha coloreado en su mente un nuevo mapa de itinerarios falsos. 


La finalidad del chisme es excluir o afectar el estatus social de otra persona. Observa mis movimientos en la cocina, creyéndose autoridad, e imaginando para su tranquilidad de macho privilegiado, la vida que he debido llevar. 
Para él, soy una mala mujer, una consentida, una niña de papa. Controla mis salidas, mis entradas. Inventa escenarios, hombres con los que me beso o me meto en la cama. 

El chisme se lanza contra alguien que no puede ser atacado de otra manera, por lo que ser objeto de éste es un indicador de importancia social. Detesta mi libertad. Se muere por “hacerme suya”, rasgarme la ropa y dormir abrazado a mis pechos como si fuera su mamá. Es un cobarde. Un lobo patriarcal vestido de oveja que en las marchas reparte panfletos a favor de la igualdad.

Gracias a mis opresores cotidianos, compañeros de trabajo, meseros, viandantes anónimos, ex parejas... Gracias por no permitirme olvidar la necesidad de la lucha de las mujeres. Gracias por enojarme, por inspirarme y hacerme recordar que no debo callarme, que no debo rendirme jamás. 

Si mi libertad les incomoda, definitivamente estoy en el buen camino

jueves, 29 de agosto de 2013

POSTALES: NOSTALGIA

Hoy jueves ha comenzado la cuenta atrás mientras tú preguntabas si no había pensado en quedarme. 
Quito amaneció especialmente radiante esta mañana. Creo que trata de burlarse de nosotros dos. De mí. De ti, mi gripa, que sorteas mis ganas de viajar con una congestión constante. 

Tengo serias sospechas de que jamás volveré a ser la misma tras haber recorrido los Andes. Pero no siento miedo. Sé que sus paisajes se convertirán en melodías cantables en la penumbra de la noche. Sé que los colores de sus habitantes, su mirada profunda y sus seseos interminables, darán color a mi pelo y me acompañarán en mi largo regreso hacia ninguna parte. 

Dices que cuando me lees puedes sentir la nostalgia en mis ojos. No tengo pena, melancolía. Jamás hubo un pasado mejor. La única dicha perdida que tengo es no haberme abrazado en aquellas madrugadas mientras la bestia dormía. 

Nunca hubo patria que abrazara mi orgullo. Ni familia que alimentara mis ganas de vivir. Por ello, mis letras siempre han acompañado mis días. Son el intento por comprender la disonancia constante entre mi corazón y mi cabeza. La que fui y la que soy ahora. Lo que traje, lo que ya viví, y las sorpresas que se cuelan entre las páginas de ese diario que jamás he escrito. Yo soy la mujer que no olvida. 

No es nostalgia. Aún no. Otra cosa será cuando llegue el día 30 y me observe lejos de la cruz que ilumina la noche de nuestra barriada. Entonces sí, no te hará falta leerme para notar la nostalgia en mis ojos.

lunes, 19 de agosto de 2013

POSTALES: MORIRSE POR VOLVER

No quiero que me graben. No me gusta. Tampoco las fotografías. Soy muy fea.

Rocío mira al suelo. Me mira a mí. Mira al suelo. Mira al suelo. Mira al suelo... Ya no me mira. ¿Será que este mensaje sí lo van a llevar lejos? -me pregunta esperanzada con la mirada hecha charcos- quiero que el gobierno sepa que no puede actuar así, que dejó desprotegido a mi pueblo y olvidó sus promesas

Rocío es madre. De cuatro hijos. Colombiana refugiada en el Ecuador. Desde hace cinco años busca trabajo. Desde hace veintisiete carga sobre sus pies la violencia y el horror de una guerra. Apenas ha trabajado un feriado. No tiene dinero para unas nuevas pantalonetas y los 100 dólares que le restan a final de mes no le alcanzan para alimentar las seis bocas de su familia. 

Salió de Nariño ahogada por el miedo a que sus hijos dibujaran siempre el mismo final en sus libretas. Hoy vive tan angustiada que en las noches confunde sueños y pesadillas, y al amanecer se sorprende pensando en volver a su tierra. Pero sé que no puede ser. No quiero que mis hijos mueran.

Negra. Fea. Volvete a tu país. No es sólo el sonido de las piedras sobre su tejado el que la despierta. Son los cuchicheos al caminar. La desconfianza al buscar trabajo. La negación por norma ante la oportunidad. El desprecio en las miradas. El odio que la asfixia y la rodea, que no la deja dormir, que ha marcado en su rostro joven y bello unas perennes ojeras.

Yo sólo quiero trabajar, que me permitan demostrarles que soy una mujer honesta. Sandra, Walter, Osvaldo, distintos nombres, distintos rostros, pero siempre una misma respuesta: yo me muero por volver, pero ése es justamente el problema: si vuelves, mueres.

Torpemente coloco mis manos sobre su fragilidad y trato de recoger cuántas lágrimas puedo. No permitas que nadie te haga sentir fea jamás. No lo eres, eres una mujer muy hermosa, muy fuerte y muy valiente. Y torpemente la dejo marchar.

Aturdida, mis pies y mi corazón se paralizan. Quedo prisionera del sonido seco de la puerta. Su despedida. Me volteo. No siento. Y observo a través de la ventana la nada, la incertidumbre de que estas últimas palabras tengan algo de valor entre tanto sufrimiento, tanta pena.

lunes, 5 de agosto de 2013

POSTALES: ABRAZOS

Acá no hay prisa por llegar. Acá no hay malas caras. Sólo cuerpos tostados que vagan playa abajo vistiendo un disfraz con sabor a sal que cualquier hombre o mujer querría llevarse a la boca. 

30 días. Un mes. Una retahíla de horas, minutos y segundos adormecidos bajo mi colchón. Grita, llora, escribe. Recoge historias bajo las caracolas. Tatúatelas sobre la piel. No son los muros de esta casa, las cervezas bajadas, ni el alquitrán que piso cada mañana, los que me van anclando silenciosamente a este lugar.

Las niñas del mercado de Santa Clara no tienen vestidos ni camisas floreadas. Me observan curiosas en la distancia, mientras hacen de la calle un juego. ¿Recuerdas las frías noches de invierno? ¿Las lágrimas derramadas por no saber contestar? Madrid es una inmensa mole de cemento triste cuando nadie aguarda tu llegada, cuando no hay prisa por regresar.

Dejo que el sol me pique en la cara. No quiero ser yo quien corra angustiada nunca más. Erica se acerca. Se sienta a mi lado y bosteza. Cuando se me cae un diente los ratones me traen un centavo, ¿a ti también?

Acuérdate de vivir cual buses de madrugada, me aconsejaste, y yo, obediente, pongo rumbo al norte. A otro país en esta pequeña región llamada estado ecuatoriano, dispuesta a dejarme empapar por la melodía abrupta de sus caminos, el paso cansado de su voz y las llamadas calladas de mi reloj.

Esmeraldas, ese pequeño pedazo de África regado por el Pacífico latinoamericano, me hace recordar el polvo hecho calle en Marsabit town. Sus puestos de fruta, sus cabañas, un verde que apenas se dejaba intuir 300 kilómetros más abajo.

Y me regala una postal. El mar.

Emocionada dejo que la orilla acaricie las plantas de mis pies mientras me deleito con el caos perfectamente ordenado del vuelo de los pelícanos que hambrientos merodean el bote varado del pescador.

Tan lejos de todo y de todos, pienso en la ciudad, el viejo mundo construido a base de silencios, obstáculos e individualidad, y me pregunto cómo hemos llegado a eso. Cómo a base de regular, hemos perdido la emoción de comprar un pan de yuca en mitad de un atasco. Hemos normativizado la calma de la costa. Reglamentado la capacidad de escuchar a los demás y hasta el perfecto olor del arroz con pescado. En definitiva, hemos olvidado el valor de la fraternidad, y cualquier papel membreteado vale más que el esfuerzo de una madre soltera por alimentar a su familia.

Y me asusta que haya quien quiera imitarlo.

De vuelta, ya en Quito, me acuerdo de las niñas del mercado. La plata y Erica, que tras contarme que a su papá lo botaron del trabajo, me muestra con su sonrisa mellada de dientes de leche, el dolar que guarda en una cajita de plástico como el mayor de los tesoros.

Observo en silencio los muros de mi casa, las cervezas bajadas, y el alquitrán que piso cada mañana para llegar a trabajar.  Y no tengo duda. Lo que me va anclando silenciosamente a este lugar, son sus abrazos de bienvenida.

viernes, 26 de julio de 2013

POSTALES: LA REVOLUCIÓN Y LA ESQUIZOFRENIA

Un político guasón y una mujer bonita. Camarógrafos que persiguen un asambleísta en busca de algunas palabras que completen su total. Uniformes, uniformes por todas partes. 
Recorro Quito de norte a este, camino de la Asamblea Nacional. Sonrío a la vendedora de dulces, rechazando amablemente cuanto me ofrece, y dejo atrás un edificio en mitad del derrumbe. Entonces caigo en la cuenta. No era a mí a quien saludaban sus ojos de india. Soy más invisible de lo que pienso en esta ciudad. 

Seis años después, me visto nuevamente de periodista. No sé si ha sido a la fuerza o si realmente comienzo a hacerme a esta forma diferente de vivir. Hace 20 días que mi voluntad permanece dormida. Es la arbitrariedad de los días quien decide por mí. Agarro la grabadora y desempolvo viejos recuerdos con olor a cafetería y cerveza. Demasiados pocos recuerdos. He tenido que viajar 8.000 kilómetros para reconciliarme con la profesión. 

Al cruzar las puertas acristaladas de la Asamblea me invade la misma sensación que suele apropiarse de mí cuando camino las calles más céntricas de esta ciudad. Si no fuera por el acento de quienes me hablan o esquivan, podría jurar que jamás salí de Europa. La Revolución Ciudadana a golpe de petrodolar está construyendo los más modernos complejos. Con wifi incorporado. Pantalla plana. Infinidad de despachos para los asambleístas de Alianza País. No caben nuevos detalles. A ver quién es capaz de mencionar que Ecuador no está progresando. 

Desembarco por error en la conferencia de prensa de la Gobernación de Guayaquil. Anuncian que van a regularizar la tenencia de tierra a más de 1.200 familias. Hablamos de la misma Revolución. La misma Revolución que destruye y agrede al medio ambiente y sus comunidades, es también la revolución que entrega derechos sociales, construye escuelas y hospitales, y devuelve la dignidad a los innombrables. 

El representante de la gobernación alza su rolex en mitad de la sala e iphone en mano, llama la atención de una asambleísta al final de la mesa. Bromean sobre su satisfacción, sobre lo acertado de esta decisión justo hoy que comienza la fiesta grande de Guayaquil. “Los ciudadanos podrán sentirse tranquilos y disfrutar, porque saben que la Revolución cumple siempre con sus deudas sociales”. No sé por qué tanto aire de camaradería y el que haya seis soldados, hombres y mujeres, a ambos lados del pasillo no me da ninguna tranquilidad. 

Ésta es la esquizofrenia que sufre el país. La esquizofrenia que flota en sus sopas, que habla de sumak kawsay, mientras por debajo de la mesa entrega sus bosques a empresas petroleras. Ecuador vive a la espera, gobernado por una serpiente de dos cabezas, corriendo el riesgo de que las esperanzas de construir un nuevo país acaben devoradas por la cabeza perversa.

jueves, 18 de julio de 2013

POSTALES: HE TENIDO QUE HACERME MAYOR

Comparto habitación con una joven que siente vergüenza cuando se desviste en mi presencia. Todas mis cosas han quedado reducidas a un cajón junto a su cama y un par de perchas. A veces sufro. Sobre todo cuando en nuestra conversación sólo florecen monosílabos. Me siento de nuevo en Madrid, mayo, dos mil trece, y recuerdo cuánto nos costó romper el muro que alguien parecía haber construido entre nosotras.

Atrás quedó mi viejo apartamento. Los planes cancelados. Los silencios manchados con el rugir de la televisión. La ausencia de todos. Sólo yo. 

Sin saber muy bien cómo, alguien dictaminó que la transición había acabado. Hombres de camisa y corbata irrumpieron en mi salón, promulgaron mi Constitución y el miedo ascendió a la presidencia. De nuevo vivo peleada con esa parte de mí pasada, ese falso ser social que a veces me presiona el pecho. 

Ya no me despierto de madrugada pensando en llamarte. No busco al doblar esquinas motivos para marcharme. Para no regresar. He tenido que hacerme mayor para doblegar al viaje. Ya no vago perdida. Ya no me siento más su rehén. Me sorprende reconocerme tranquila. Tengo un hogar al que regresar. 

Por las ventanas de los buses se me asoman los fantasmas. Nuevos fantasmas que me susurran al oído palabras sucias. Tiran de mí para atrás, de la mochila, haciéndome daño a la espalda. Las viejas etiquetas con las que todas cargamos. Las que nos asoman por el pantalón si no fuimos valientes para arrancarlas. Para escupirlas. Gringa, blanca, mujer. Esa extraña sensación de caminar siendo observada por todos, por todas. 

He tenido que hacerme mayor para aprender a vivir rodeada de gente. Para actuar como la hermana mayor que nunca tuve, la que hoy me protege. Y mientras la cerveza riega con su olor la sala, los músculos lentamente se reblandecen, me veo reflejada en sus sonrisas, en sus miradas, y me siento afortunada de haber aterrizado en esta casa, con esta gente.

viernes, 12 de julio de 2013

POSTALES: VIOLENCIA

Son las siete de la tarde. El frío de la noche en Quito se pasea desafiante por las calles. Desde mi ventana el Cotopaxi parece enojado. La niebla ha caído sobre la ciudad.

Tres días desde que aterricé en el nuevo aeropuerto, cruce los valles del gran Quito y respiré su aire negro. Mis horas pasan entre los departamentos del barrio alto de la Floresta, las casas prefabricadas de la Mariscal y la mesita auxiliar junto al estudio de grabación. Me cuesta hacerme una idea de lo que esta urbe significa oteando el horizonte desde la ventana de mi habitación.

Observo las casitas que dan color a la falda de las montañas. Que trepan por ella con la inocencia de un niño, del mismo modo en que yo tiraba de la de mi abuela buscando una moneda. Observo las carreteras que en algún punto se desvanecen, dejando paso a caminos de arena, tremendas pendientes, ahora secas, pero intransitables con la llegada de las primeras aguas.

Me quedan lejos sus techos de chapa, la aspereza de sus manos, las papas en venta sobre las fundas, sus dichos en quechua. Les quedan lejos los buses, los hospitales, los cosméticos de importación, mis cervezas, los dólares.

Camino la 12 de octubre y entonces esa vieja imagen se me proyecta sobre la mirada cansada de la ancianita indígena que me ofrece chicles o chocolates; el rostro quemado por el frío del bebé que camina de la mano de su madre por Isabel La Católica. Recuerdo los viejos nombres de las avenidas que tuve que cruzar para llegar hasta donde hoy me encuentro. ¡Cuánta violencia recorre las calles de esta sociedad!

Violencia que sufren quienes el 6 de julio gritaban consignas por su libertad. Colectivos que aún se mantienen vivos y no han recibido la oferta envasadora del capitalismo que los convertirá en bandeja a la venta en un estante refrigerado. La violencia simbólica de poseer la oscuridad hecha piel, ojos y cabello, y mirar comerciales norteamericanos en la televisión, envidiando una vida mejor, que ni siquiera existe. Violencia que todos y todas acá tomamos sin darnos cuenta en nuestras agua de coco, y transpiramos a las 12.30 cuando el sol de Quito nos golpea sin clemencia.

domingo, 7 de julio de 2013

POSTALES: MUJERES A 10.00 METROS DE ALTURA

Las españolas tienen buen tipo. Y qué lindo acento, como hablas. Margarita, Gladis y yo, nos encontramos un viernes a las nueve de la mañana. 2 minutos después, ya habíamos enterrado la primera piedra de nuestra fugaz amistad.
Soy una española en Ecuador. Lo siento desde el primer momento que piso el AIR BUS 380. Aeropuerto Schiphol. Azafatas rubias. Azafatas pelirrojas. Mensajes en 6 idiomas. Inglés. Francés. Alemán. Noruego. Italiano. Ruso. Pero ni rastro del español. Gringos disfrazados de exploradores que viajan en búsqueda de una aventura exótica que contar después al calor de la chimenea. Bolsas con regalos. Ojos con sueño. Y yo, más perdida que en aquella boda en que me sentaron en la mesa de los niños.

Me acerco a mi asiento donde en un conjunto de tres, parece haber quedado libre el sitio a priori más molesto: el centro. Dos mujeres conversan, sorteando con sus seseos el incómodo lugar. Rápidamente rechazan mi ofrecimiento de correrme a un lado. Mucho mejor, la jovencita en medio, así nos contamos las tres.

Gladis. 60 años. Madre y abuela. Trabajadora de los cuidados. 30 años en Suecia. Hace cinco logró  la nacionalidad. Sueña con volver a su país pues, aunque en Suecia gana bien y ha logrado su independencia como mujer, su único deseo es cuidar de su familia. Viaja al Ecuador de vacaciones. A abrazar a sus hijos. Sus nietas. Sus nueras. Y a darse un masaje y descansar.

Margarita. 40 años. Madre de dos hijas de 9 y 16. Jardinera. Le gusta el trago. Se sabe buena en su trabajo, un cargo que ninguna mujer entiende que haga de buena gana. Ha viajado a Estados Unidos, España, Londres, París. No comprende muy bien por qué siente que está volviendo a casa cuando su hogar es su marido y sus hijas, Estocolmo, Suecia. Viene de sorpresa. Hace 9 años que no ve a sus padres.

Ambas me cuentan cómo ven la vida, los hijos, el trabajo, el Ecuador. Ambas, tan parecidas y a la vez tan opuestas. Comienzo a intuir qué significa ser una mujer ecuatoriana. Qué significa verse abocada a buscarse la vida fuera. 

Católicas, las dos. Recatólicos, sus padres. Conscientes del sacrificio del vivir y por ello, orgullosas de sus éxitos, Gladis y Margarita me acogen como una más dentro de su particular comunidad imaginada como mujeres migrantes. Me hacen sentir, por primera vez en 29 años de vida, la sororidad bajo mis carnes. La complicidad por ser mujer fuera de los manuales o manifiestos feministas. El apoyo mutuo, la comprensión de mis conflictividades ante la feminidad construida, la necesidad de cariño, de aceptación de nuestras limitaciones. Y la sencillez.

Comienzo a conocer el Ecuador desde dentro. Desde el corazón de aquellas que lo habitan a más de 10.000 km. De las que renegaron de su gobierno, su economía, pero jamás podrán sacarlo de su corazón.

jueves, 4 de julio de 2013

POSTALES: LA MARCHA

Entre sueños y pesadillas deambula mi maleta de viaje. El miedo a volar es el más común de los miedos en el mundo moderno. Confieso que nunca me paralizó la idea de acabar de bruces contra el suelo prisionera de una elipse de lata. 

Al levantarme esta mañana encontré su hueco en el colchón. La sábana arrugada, aún caliente, pero ni rastro de su forma, su olor o su sudor en la almohada. Los nervios se habían marchado y en su lugar, mi radio despertador silbaba alegres sonidos de jueves. 

Suena estúpido, anhelar, buscar un rostro que jamás reconociste. Casi extrañarlo ya. Imaginar el brillo de su mirada, el color de su tez, la longitud de su cabello y su paso tardo al caminar. Permanecer durante días paralizada por la idea de no saber si tus ojos serán capaces de registrar tantos cambios, y recordarte que sus brazos te acogerán cálidamente, y te enseñarán cuanto puedan, cuanto quieran, que no se trata de ser la primera en nada, la mejor en nada.

Como un sobre en blanco me introduzco por la ranura. La urna de cristal es el precio que hay que pagar cuando el tiempo deja de cobrar sentido. Para ella lo importante no es llegar, sino el eterno movimiento y yo, que quiero comprehender, no puedo dar por buenas las luces que refleja esta impoluta caverna.

Durante 14 horas viajaremos sin descanso por esta urna de cristal opaca que a ratos nos permite intuir una mota de polvo en la extensa madera y otras oscurece nuestro camino removiendo señales y arenas para que no podamos conocer.

Durante 14 horas dejaré de pensar en la marcha, mi marcha, y en aquella habitación presa de melodías de amor que trataban de seducirme. Melodías que a mí sólo me hablaban del adiós, del viaje.

martes, 2 de julio de 2013

POSTALES: 3 DÍAS

Llega el verano y Madrid se comporta como una idiota. Se pasea coqueta ante los ojos de los demás y yo, que sólo quiero follar, siempre recibo un "no" por respuesta. Siento si no te gusta lo que te voy a decir, pero parecías más feliz cuando dormía a tu lado.

Han llenado las piscinas. Las chicas en los parques toman el sol. Hombres maduros a los que muchos creen "personas de bien", las acosan y agreden con miradas lascivas. Adolescentes, jóvenes y ellos mismos, pasean sus pechos desnudos quemados por el sol y sostienen arremangados los pantalones.

Si soy fuerte, he sido yo. Si soy inteligente, he sido yo. Si soy solidaria, he sido yo. No me vendas las bondades del mundo occidental. Cada día encuentro nuevas trampas que sortear en mi camino hacia el Metro.

Las calles se han plagado de turistas. No reconozco a nadie. He caminado tantas calles de tu mano que ahora que lo hago sola me desoriento siempre en los cruces. Nadie es imprescindible. Lo sé. Tan sólo una misma. Pero tengo miedo de no reconocerme en otros rostros, otros posos del café a 2.800 metros de altura

Dudo de si fueron mis pies los que dieron el pistoletazo de salida o si mi loca cabeza se dejó llevar por la inercia en la primera cuesta. Al final del viaje está el horizonte. Al final del viaje partiremos de nuevo. Al final del viaje comienza un camino, otro buen camino que seguir descalzos

No paro de repetirme que todo irá bien mientras sostengo mis pies al borde del acantilado.

Vivir de eso se trata, aunque las respuestas no lleguen, calladas y atropelladas por un ejército de trolleys, como si viviera encerrada en la zona internacional de un aeropuerto, un Mare liberum alejado de la costa, un pedazo de agua continental en mitad del Atlántico. Ni allá ni acá. El eterno "partiendo".

Pero no se inquieten. No estoy apenada. Inflaré mi lancha. Vaciaré el placard. Me espera una nueva ciudad. Serán los mejores tres días.