"Al final del viaje está el horizonte. Al final del viaje partiremos de nuevo. Al final del viaje comienza un camino, otro buen camino que seguir descalzos".

-Silvio Rodríguez-

lunes, 5 de agosto de 2013

POSTALES: ABRAZOS

Acá no hay prisa por llegar. Acá no hay malas caras. Sólo cuerpos tostados que vagan playa abajo vistiendo un disfraz con sabor a sal que cualquier hombre o mujer querría llevarse a la boca. 

30 días. Un mes. Una retahíla de horas, minutos y segundos adormecidos bajo mi colchón. Grita, llora, escribe. Recoge historias bajo las caracolas. Tatúatelas sobre la piel. No son los muros de esta casa, las cervezas bajadas, ni el alquitrán que piso cada mañana, los que me van anclando silenciosamente a este lugar.

Las niñas del mercado de Santa Clara no tienen vestidos ni camisas floreadas. Me observan curiosas en la distancia, mientras hacen de la calle un juego. ¿Recuerdas las frías noches de invierno? ¿Las lágrimas derramadas por no saber contestar? Madrid es una inmensa mole de cemento triste cuando nadie aguarda tu llegada, cuando no hay prisa por regresar.

Dejo que el sol me pique en la cara. No quiero ser yo quien corra angustiada nunca más. Erica se acerca. Se sienta a mi lado y bosteza. Cuando se me cae un diente los ratones me traen un centavo, ¿a ti también?

Acuérdate de vivir cual buses de madrugada, me aconsejaste, y yo, obediente, pongo rumbo al norte. A otro país en esta pequeña región llamada estado ecuatoriano, dispuesta a dejarme empapar por la melodía abrupta de sus caminos, el paso cansado de su voz y las llamadas calladas de mi reloj.

Esmeraldas, ese pequeño pedazo de África regado por el Pacífico latinoamericano, me hace recordar el polvo hecho calle en Marsabit town. Sus puestos de fruta, sus cabañas, un verde que apenas se dejaba intuir 300 kilómetros más abajo.

Y me regala una postal. El mar.

Emocionada dejo que la orilla acaricie las plantas de mis pies mientras me deleito con el caos perfectamente ordenado del vuelo de los pelícanos que hambrientos merodean el bote varado del pescador.

Tan lejos de todo y de todos, pienso en la ciudad, el viejo mundo construido a base de silencios, obstáculos e individualidad, y me pregunto cómo hemos llegado a eso. Cómo a base de regular, hemos perdido la emoción de comprar un pan de yuca en mitad de un atasco. Hemos normativizado la calma de la costa. Reglamentado la capacidad de escuchar a los demás y hasta el perfecto olor del arroz con pescado. En definitiva, hemos olvidado el valor de la fraternidad, y cualquier papel membreteado vale más que el esfuerzo de una madre soltera por alimentar a su familia.

Y me asusta que haya quien quiera imitarlo.

De vuelta, ya en Quito, me acuerdo de las niñas del mercado. La plata y Erica, que tras contarme que a su papá lo botaron del trabajo, me muestra con su sonrisa mellada de dientes de leche, el dolar que guarda en una cajita de plástico como el mayor de los tesoros.

Observo en silencio los muros de mi casa, las cervezas bajadas, y el alquitrán que piso cada mañana para llegar a trabajar.  Y no tengo duda. Lo que me va anclando silenciosamente a este lugar, son sus abrazos de bienvenida.

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