"Al final del viaje está el horizonte. Al final del viaje partiremos de nuevo. Al final del viaje comienza un camino, otro buen camino que seguir descalzos".

-Silvio Rodríguez-

jueves, 29 de agosto de 2013

POSTALES: NOSTALGIA

Hoy jueves ha comenzado la cuenta atrás mientras tú preguntabas si no había pensado en quedarme. 
Quito amaneció especialmente radiante esta mañana. Creo que trata de burlarse de nosotros dos. De mí. De ti, mi gripa, que sorteas mis ganas de viajar con una congestión constante. 

Tengo serias sospechas de que jamás volveré a ser la misma tras haber recorrido los Andes. Pero no siento miedo. Sé que sus paisajes se convertirán en melodías cantables en la penumbra de la noche. Sé que los colores de sus habitantes, su mirada profunda y sus seseos interminables, darán color a mi pelo y me acompañarán en mi largo regreso hacia ninguna parte. 

Dices que cuando me lees puedes sentir la nostalgia en mis ojos. No tengo pena, melancolía. Jamás hubo un pasado mejor. La única dicha perdida que tengo es no haberme abrazado en aquellas madrugadas mientras la bestia dormía. 

Nunca hubo patria que abrazara mi orgullo. Ni familia que alimentara mis ganas de vivir. Por ello, mis letras siempre han acompañado mis días. Son el intento por comprender la disonancia constante entre mi corazón y mi cabeza. La que fui y la que soy ahora. Lo que traje, lo que ya viví, y las sorpresas que se cuelan entre las páginas de ese diario que jamás he escrito. Yo soy la mujer que no olvida. 

No es nostalgia. Aún no. Otra cosa será cuando llegue el día 30 y me observe lejos de la cruz que ilumina la noche de nuestra barriada. Entonces sí, no te hará falta leerme para notar la nostalgia en mis ojos.

lunes, 19 de agosto de 2013

POSTALES: MORIRSE POR VOLVER

No quiero que me graben. No me gusta. Tampoco las fotografías. Soy muy fea.

Rocío mira al suelo. Me mira a mí. Mira al suelo. Mira al suelo. Mira al suelo... Ya no me mira. ¿Será que este mensaje sí lo van a llevar lejos? -me pregunta esperanzada con la mirada hecha charcos- quiero que el gobierno sepa que no puede actuar así, que dejó desprotegido a mi pueblo y olvidó sus promesas

Rocío es madre. De cuatro hijos. Colombiana refugiada en el Ecuador. Desde hace cinco años busca trabajo. Desde hace veintisiete carga sobre sus pies la violencia y el horror de una guerra. Apenas ha trabajado un feriado. No tiene dinero para unas nuevas pantalonetas y los 100 dólares que le restan a final de mes no le alcanzan para alimentar las seis bocas de su familia. 

Salió de Nariño ahogada por el miedo a que sus hijos dibujaran siempre el mismo final en sus libretas. Hoy vive tan angustiada que en las noches confunde sueños y pesadillas, y al amanecer se sorprende pensando en volver a su tierra. Pero sé que no puede ser. No quiero que mis hijos mueran.

Negra. Fea. Volvete a tu país. No es sólo el sonido de las piedras sobre su tejado el que la despierta. Son los cuchicheos al caminar. La desconfianza al buscar trabajo. La negación por norma ante la oportunidad. El desprecio en las miradas. El odio que la asfixia y la rodea, que no la deja dormir, que ha marcado en su rostro joven y bello unas perennes ojeras.

Yo sólo quiero trabajar, que me permitan demostrarles que soy una mujer honesta. Sandra, Walter, Osvaldo, distintos nombres, distintos rostros, pero siempre una misma respuesta: yo me muero por volver, pero ése es justamente el problema: si vuelves, mueres.

Torpemente coloco mis manos sobre su fragilidad y trato de recoger cuántas lágrimas puedo. No permitas que nadie te haga sentir fea jamás. No lo eres, eres una mujer muy hermosa, muy fuerte y muy valiente. Y torpemente la dejo marchar.

Aturdida, mis pies y mi corazón se paralizan. Quedo prisionera del sonido seco de la puerta. Su despedida. Me volteo. No siento. Y observo a través de la ventana la nada, la incertidumbre de que estas últimas palabras tengan algo de valor entre tanto sufrimiento, tanta pena.

lunes, 5 de agosto de 2013

POSTALES: ABRAZOS

Acá no hay prisa por llegar. Acá no hay malas caras. Sólo cuerpos tostados que vagan playa abajo vistiendo un disfraz con sabor a sal que cualquier hombre o mujer querría llevarse a la boca. 

30 días. Un mes. Una retahíla de horas, minutos y segundos adormecidos bajo mi colchón. Grita, llora, escribe. Recoge historias bajo las caracolas. Tatúatelas sobre la piel. No son los muros de esta casa, las cervezas bajadas, ni el alquitrán que piso cada mañana, los que me van anclando silenciosamente a este lugar.

Las niñas del mercado de Santa Clara no tienen vestidos ni camisas floreadas. Me observan curiosas en la distancia, mientras hacen de la calle un juego. ¿Recuerdas las frías noches de invierno? ¿Las lágrimas derramadas por no saber contestar? Madrid es una inmensa mole de cemento triste cuando nadie aguarda tu llegada, cuando no hay prisa por regresar.

Dejo que el sol me pique en la cara. No quiero ser yo quien corra angustiada nunca más. Erica se acerca. Se sienta a mi lado y bosteza. Cuando se me cae un diente los ratones me traen un centavo, ¿a ti también?

Acuérdate de vivir cual buses de madrugada, me aconsejaste, y yo, obediente, pongo rumbo al norte. A otro país en esta pequeña región llamada estado ecuatoriano, dispuesta a dejarme empapar por la melodía abrupta de sus caminos, el paso cansado de su voz y las llamadas calladas de mi reloj.

Esmeraldas, ese pequeño pedazo de África regado por el Pacífico latinoamericano, me hace recordar el polvo hecho calle en Marsabit town. Sus puestos de fruta, sus cabañas, un verde que apenas se dejaba intuir 300 kilómetros más abajo.

Y me regala una postal. El mar.

Emocionada dejo que la orilla acaricie las plantas de mis pies mientras me deleito con el caos perfectamente ordenado del vuelo de los pelícanos que hambrientos merodean el bote varado del pescador.

Tan lejos de todo y de todos, pienso en la ciudad, el viejo mundo construido a base de silencios, obstáculos e individualidad, y me pregunto cómo hemos llegado a eso. Cómo a base de regular, hemos perdido la emoción de comprar un pan de yuca en mitad de un atasco. Hemos normativizado la calma de la costa. Reglamentado la capacidad de escuchar a los demás y hasta el perfecto olor del arroz con pescado. En definitiva, hemos olvidado el valor de la fraternidad, y cualquier papel membreteado vale más que el esfuerzo de una madre soltera por alimentar a su familia.

Y me asusta que haya quien quiera imitarlo.

De vuelta, ya en Quito, me acuerdo de las niñas del mercado. La plata y Erica, que tras contarme que a su papá lo botaron del trabajo, me muestra con su sonrisa mellada de dientes de leche, el dolar que guarda en una cajita de plástico como el mayor de los tesoros.

Observo en silencio los muros de mi casa, las cervezas bajadas, y el alquitrán que piso cada mañana para llegar a trabajar.  Y no tengo duda. Lo que me va anclando silenciosamente a este lugar, son sus abrazos de bienvenida.