"Al final del viaje está el horizonte. Al final del viaje partiremos de nuevo. Al final del viaje comienza un camino, otro buen camino que seguir descalzos".

-Silvio Rodríguez-

viernes, 12 de julio de 2013

POSTALES: VIOLENCIA

Son las siete de la tarde. El frío de la noche en Quito se pasea desafiante por las calles. Desde mi ventana el Cotopaxi parece enojado. La niebla ha caído sobre la ciudad.

Tres días desde que aterricé en el nuevo aeropuerto, cruce los valles del gran Quito y respiré su aire negro. Mis horas pasan entre los departamentos del barrio alto de la Floresta, las casas prefabricadas de la Mariscal y la mesita auxiliar junto al estudio de grabación. Me cuesta hacerme una idea de lo que esta urbe significa oteando el horizonte desde la ventana de mi habitación.

Observo las casitas que dan color a la falda de las montañas. Que trepan por ella con la inocencia de un niño, del mismo modo en que yo tiraba de la de mi abuela buscando una moneda. Observo las carreteras que en algún punto se desvanecen, dejando paso a caminos de arena, tremendas pendientes, ahora secas, pero intransitables con la llegada de las primeras aguas.

Me quedan lejos sus techos de chapa, la aspereza de sus manos, las papas en venta sobre las fundas, sus dichos en quechua. Les quedan lejos los buses, los hospitales, los cosméticos de importación, mis cervezas, los dólares.

Camino la 12 de octubre y entonces esa vieja imagen se me proyecta sobre la mirada cansada de la ancianita indígena que me ofrece chicles o chocolates; el rostro quemado por el frío del bebé que camina de la mano de su madre por Isabel La Católica. Recuerdo los viejos nombres de las avenidas que tuve que cruzar para llegar hasta donde hoy me encuentro. ¡Cuánta violencia recorre las calles de esta sociedad!

Violencia que sufren quienes el 6 de julio gritaban consignas por su libertad. Colectivos que aún se mantienen vivos y no han recibido la oferta envasadora del capitalismo que los convertirá en bandeja a la venta en un estante refrigerado. La violencia simbólica de poseer la oscuridad hecha piel, ojos y cabello, y mirar comerciales norteamericanos en la televisión, envidiando una vida mejor, que ni siquiera existe. Violencia que todos y todas acá tomamos sin darnos cuenta en nuestras agua de coco, y transpiramos a las 12.30 cuando el sol de Quito nos golpea sin clemencia.

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