"Al final del viaje está el horizonte. Al final del viaje partiremos de nuevo. Al final del viaje comienza un camino, otro buen camino que seguir descalzos".

-Silvio Rodríguez-

domingo, 7 de julio de 2013

POSTALES: MUJERES A 10.00 METROS DE ALTURA

Las españolas tienen buen tipo. Y qué lindo acento, como hablas. Margarita, Gladis y yo, nos encontramos un viernes a las nueve de la mañana. 2 minutos después, ya habíamos enterrado la primera piedra de nuestra fugaz amistad.
Soy una española en Ecuador. Lo siento desde el primer momento que piso el AIR BUS 380. Aeropuerto Schiphol. Azafatas rubias. Azafatas pelirrojas. Mensajes en 6 idiomas. Inglés. Francés. Alemán. Noruego. Italiano. Ruso. Pero ni rastro del español. Gringos disfrazados de exploradores que viajan en búsqueda de una aventura exótica que contar después al calor de la chimenea. Bolsas con regalos. Ojos con sueño. Y yo, más perdida que en aquella boda en que me sentaron en la mesa de los niños.

Me acerco a mi asiento donde en un conjunto de tres, parece haber quedado libre el sitio a priori más molesto: el centro. Dos mujeres conversan, sorteando con sus seseos el incómodo lugar. Rápidamente rechazan mi ofrecimiento de correrme a un lado. Mucho mejor, la jovencita en medio, así nos contamos las tres.

Gladis. 60 años. Madre y abuela. Trabajadora de los cuidados. 30 años en Suecia. Hace cinco logró  la nacionalidad. Sueña con volver a su país pues, aunque en Suecia gana bien y ha logrado su independencia como mujer, su único deseo es cuidar de su familia. Viaja al Ecuador de vacaciones. A abrazar a sus hijos. Sus nietas. Sus nueras. Y a darse un masaje y descansar.

Margarita. 40 años. Madre de dos hijas de 9 y 16. Jardinera. Le gusta el trago. Se sabe buena en su trabajo, un cargo que ninguna mujer entiende que haga de buena gana. Ha viajado a Estados Unidos, España, Londres, París. No comprende muy bien por qué siente que está volviendo a casa cuando su hogar es su marido y sus hijas, Estocolmo, Suecia. Viene de sorpresa. Hace 9 años que no ve a sus padres.

Ambas me cuentan cómo ven la vida, los hijos, el trabajo, el Ecuador. Ambas, tan parecidas y a la vez tan opuestas. Comienzo a intuir qué significa ser una mujer ecuatoriana. Qué significa verse abocada a buscarse la vida fuera. 

Católicas, las dos. Recatólicos, sus padres. Conscientes del sacrificio del vivir y por ello, orgullosas de sus éxitos, Gladis y Margarita me acogen como una más dentro de su particular comunidad imaginada como mujeres migrantes. Me hacen sentir, por primera vez en 29 años de vida, la sororidad bajo mis carnes. La complicidad por ser mujer fuera de los manuales o manifiestos feministas. El apoyo mutuo, la comprensión de mis conflictividades ante la feminidad construida, la necesidad de cariño, de aceptación de nuestras limitaciones. Y la sencillez.

Comienzo a conocer el Ecuador desde dentro. Desde el corazón de aquellas que lo habitan a más de 10.000 km. De las que renegaron de su gobierno, su economía, pero jamás podrán sacarlo de su corazón.

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